Tesis que efectua un analisis ampliamente documentado del rol de las mujeres en las Fuerzas Armadas y especialmente sobre la necesidad y conveniencia de incluirlas en unidades de combate.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

VII.- ADAPTACIÓN DE LAS FUERZAS A LA INTEGRACIÓN FEMENINA.

VII.- ADAPTACIÓN DE LAS FUERZAS A LA INTEGRACIÓN FEMENINA.

Es evidente que en todas las instituciones castrenses que han debido recibir contingentes femeninos ha sido necesario realizar numerosas adaptaciones, en términos de reglamentación, de infraestructura, de modificación de las unidades a flote y otras.

Históricamente, las fuerzas armadas de todo el mundo han funcionado de otra manera. Independiente del hecho de que los cuerpos armados siempre deben sufrir adecuaciones a diversas circunstancias de tiempo y lugar, lo que nunca ha cambiado es el hecho de que el recluta es el que debe adaptarse al medio.

El conocimiento, fruto de la experiencia de los militares, enseña que el proceso de adaptación toma su tiempo y requiere del sacrificio de reclutas e instructores, para que el recién ingresado se introduzca en un mundo en el que las cosas más sencillas, tienen sus peculiaridades que el hombre de armas debe dominar. El léxico militar, naval o aéreo, la forma de tratar al superior, al subalterno o incluso al compañero, la rígida rutina diaria, llena de pequeñas y grandes diferencias con la vida civil, la falta de privacidad y de comodidades que fuera del cuartel son tan desconocidas que ni siquiera se piensa en su existencia, etc.

El “período de reclutas”, primera etapa en el proceso de formación de un militar, apunta a entregar al novato los conocimientos básicos respecto de lo que el servicio espera de él, en orden a la conducta que debe observar y a los conocimientos mínimos que debe manejar. Es el primer paso en un largo proceso de adaptación, indispensable para un eficiente desempeño en el mundo militar. Es también la primera prueba a que se ve sometido, para aquilatar sus aptitudes con vistas a convertirse en guerrero. Con diversos nombres y modalidades, el período de reclutas es un uso universal e ineludible en las FF.AA., que en ocasiones alcanza al personal que no desarrollará funciones militares.

El hecho conocido, de las altas tasas de deserción en las escuelas matrices, es revelador de una realidad que en la boca de un militar puede sonar a soberbia, pero que es lejos de toda duda, incuestionable. No todos pueden ser militares y no es fácil llegar a serlo.

En realidad, no todos pueden ser médicos, abogados o arquitectos. Ni es fácil lograr el título, pues cada oficio tiene sus propias exigencias de talento o de otro orden que sólo algunos individuos tienen, siendo labor de las universidades el seleccionar a los que son realmente capaces. En los llamados oficios, la necesidad de talentos especiales no es menor. Sólo algunos pueden ser carpinteros, albañiles o mueblistas. En todos los casos, el mercado laboral demuestra ser implacable. Sólo triunfan los más o los únicos capaces.

La selección del personal no puede faltar en las FF.AA. Sin ella, se corre el riesgo de poner en peligro a la nación entera. La selección es y debe ser permanente, desde el primer día en que el joven cruza las puertas de la escuela o del cuartel, hasta que finalmente se acoge a retiro. La altura que cada cual alcanza en la carrera, es un buen reflejo de la aptitud de cada uno para el servicio castrense.

Por esta razón, el hecho de que las FF.AA. deban adaptarse para recibir a un grupo específico no parece de ninguna lógica. Lo normal es que quien se introduce en el mundo militar, se adapte a las condiciones que este medio impone. Lo contrario implica necesariamente desvirtuar la esencia de la vida militar, que es de servicio y sacrificio para sus miembros.

A continuación expondré algunas consideraciones respecto de las adaptaciones, separándolas según la naturaleza de las fuerzas armadas.


1.- FUERZAS EN TIERRA

Como ya se ha indicado, las adaptaciones de las fuerzas en tierra a la presencia femenina en términos de infraestructura, son relativamente sencillas. Las adaptaciones de tipo administrativo, no merecen ser mencionadas en un trabajo como el presente porque dependen exclusivamente de la voluntad humana. Donde las adaptaciones adquieren complejidad, es en los requisitos exigidos para que las unidades y sus integrantes sean declarados aptos para el combate.

Las exigencias de orden intelectual no constituyen un problema, debido a que en este plano hombres y mujeres son semejantes.

Sin perjuicio de que la aptitud moral, para enfrentar las situaciones de riesgo propias de la guerra es indispensable, las exigencias físicas para el combate, son primordiales. Un soldado requiere de una aptitud para el ejercicio físico intenso y prolongado, porque el combate así lo impone.

No todos pueden ser soldados. La batalla no tiene horarios. Se come, se bebe, se duerme o se atiende a las necesidades físicas, sólo cuando y donde realmente se puede, si es que se puede. Al combate no se va con comedores, baños ni dormitorios, sino con una mochila cuyo contenido está cuidadosamente regulado en función de las necesidades operativas. En combate, las únicas oportunidades que tiene el soldado para descansar dependen de la llegada de un relevo, que muchas veces puede no llegar.

Terminado el combate, el soldado debe convivir con los despojos de los muertos y los restos del material destruido, hasta que exista la posibilidad de que se sepulte a los caídos y se despeje el terreno de los escombros, tareas que él mismo debe emprender. En este punto, no hay adaptación posible. Es el combatiente el que se adapta o sencillamente debe ser retirado del frente, si antes el enemigo no ha acabado con él.

Las capacidades físicas son tan importantes como las habilidades del soldado, en lo táctico o en el manejo del arma que se le ha entregado. Y es en las capacidades físicas, donde residen las principales diferencias entre el varón y la mujer. No es cierto que en la vida militar haya una preeminencia del músculo por sobre el cerebro, por lo que pretender que ello puede ser revertido tampoco es acertado. Lo que la guerra terrestre necesita es una adecuada conjunción de músculo y cerebro, como ocurre con toda actividad humana. Con la salvedad de que la vida militar implica una peculiar combinación de capacidades, habilidades y talentos, que no siempre es desarrollada por todas las personas.

La guerra moderna ha hecho aun más difícil el problema. Los ejércitos antiguos combatían mientras la luz natural lo permitía. Salvo en el caso de un asedio, durante las horas de oscuridad se corría el riesgo de atacar a los compañeros, por la incapacidad de reconocerlos. Las normas que emitían las autoridades eclesiásticas, imponían treguas por cuestiones de índole religiosa o humanitaria, que todos acataban. Se respetaba el derecho del enemigo a recoger a sus heridos y sepultar a sus muertos, pues todos ellos compartían la misma fe. En otras culturas, las condicionantes impuestas por la superstición o las premoniciones de los augures o astrólogos operaban de igual forma.

Todo ello ha cambiado. Se combate de día y de noche, porque las circunstancias tácticas lo hacen aconsejable y porque se cuenta con los medios tecnológicos que hacen que la noche sea día. Si no se va a combatir de noche se aprovecha la oscuridad para desplegar o redesplegar las fuerzas, esperando combatir de día. La palabra “descanso” desaparece del lenguaje del soldado en combate, aunque pese dolorosamente en su mente. La historia recurre reiteradamente al término “sobrehumano”, para referirse a los esfuerzos increíbles que han realizado los soldados en incontables ocasiones, para cumplir con las misiones asignadas bajo el fuego del enemigo.

La autoridad de la Iglesia ya no alcanza a imponer sus normas a las fuerzas militares, aunque la mayoría comparta el mismo credo. En lugar de dar facilidades al enemigo para recoger a sus muertos y atender a sus heridos, se busca quebrantar su moral impidiéndole realizar tales tareas. El compañero herido pidiendo auxilio, en medio de la “tierra de nadie”, afecta profundamente la moral de las tropas y puede provocar reacciones irracionales, que ponen en riesgo al resto de la fuerza o al cumplimiento de la misión. Muchos soldados han ganado sus condecoraciones de guerra precisamente por llevar a cabo rescates de compañeros heridos, todo ello bajo condiciones extremadamente difíciles.

Nuevamente la realidad nos muestra que lo que se requiere, desde esta perspectiva, no es una adaptación de las fuerzas a la incorporación de la mujer, sino que ésta sea capaz de adaptarse.

Es evidente que las armas militares se han diseñado pensando en operadores masculinos. Si bien es cierto que se han hecho esfuerzos por diseñar armas de uso personal más livianas, ello ha tenido por finalidad primordial, el que el soldado pueda llevar más munición u otros equipos y sólo secundariamente el reducir la fatiga. No se puede olvidar que el arma del infante, por ejemplo, requiere de cierta potencia que sólo se consigue alargando el cañón o empleando munición más potente, todo lo cual exige un conjunto más robusto. Si bien es cierto que las fuerzas especiales usan armas de menor tamaño y potencia, éstas no son eficientes en una unidad de infantería que dispara a mayor distancia y requiere de más precisión en el tiro.

Además, la tendencia actual es dotar al combatiente con más equipos. Chalecos o tenidas antibalas, cascos capaces de soportar el impacto de un proyectil, calzado antiminas, visores nocturnos, equipos de comunicaciones individuales, navegadores satelitales, designadores e iluminadores de blancos para la aviación o la artillería y otros inimaginables hace pocos años. Ellos recargan al soldado en combate, demandándole esfuerzos extremos. Esta es una de las razones por las que los ejércitos de todo el mundo tienen exigencias de contextura física mínimas, que normalmente no son cumplidas por la mujer. Las adaptaciones que se han llevado a cabo en algunas fuerzas, consistentes en rebajar las exigencias de desempeño físico para recibir contingentes femeninos, redundan necesariamente en unidades militares menos aptas físicamente para el combate.

Es generalmente aceptado que las mujeres sólo se integren, por estas razones, a las armas de apoyo. Artillería, Ingenieros de combate y telecomunicaciones, donde las exigencias físicas parecen ser menores (No en el caso de la artillería, en la cual las exigencias físicas no son menores). No obstante, no pueden adaptarse todas las circunstancias.

Sin duda que una central de cálculo de tiro no se resentirá en su eficiencia, si es operada por mujeres, otro tanto ocurre con una central de comunicaciones. Pero un proyectil de artillería de 155 mm pesa alrededor de 50 Kg., el que es considerable para un varón y lo será más para una mujer, que como artillera, deberá cargar muchos durante un lapso de tiempo prolongado. Ella también deberá cargar la munición en el vehículo de transporte, emplazar el arma, operar manualmente los pesados mecanismos del cañón, etc. Todas estas tareas son realmente duras, aún para varones fornidos.

En la guerra moderna, las posibilidades de que las unidades de apoyo que operan alejadas de las líneas del frente deban enfrentarse con unidades de combate, se han incrementado en la misma medida en que se ha perfeccionado el armamento y la movilidad de las tropas. En ninguna planificación militar puede descartarse el empleo por el enemigo, de medios aéreos, capaces de ofender precisamente los dispositivos logísticos, normalmente menos protegidos contra la amenaza aérea y por lo tanto, blancos más atractivos.

Prácticamente no existen unidades de fuerzas especiales donde se desempeñen mujeres. En estas fuerzas, las exigencias físicas son aun mayores que en las unidades de servicio general. El combatiente especial depende aun más de sus propias capacidades individuales. Es un combatiente aislado, generalmente inserto en pequeños grupos, en acciones tras las líneas del enemigo, huérfano del apoyo de la artillería, de la aviación o del aparato logístico. Prácticamente sobrevive reduciendo al máximo la satisfacción de sus necesidades individuales. Las exigencias físicas de un combatiente especial sólo son cumplidas por muy pocos y escogidos varones, de modo que no todos los militares pueden acceder a ello. La adaptación es en este caso, muy poco viable, salvo que se haga al costo de reducir las capacidades físicas mínimas exigidas.

En ninguno de los casos planteados puede decirse que no existan mujeres capacitadas para el trabajo militar. No obstante, las consideraciones que se puedan tener a la vista siempre deben evaluar la generalidad, no los casos particulares.


2.- FUERZAS NAVALES

Las fuerzas navales han sido en todos los casos conocidos, las que más dificultades han presentado a la incorporación de mujeres. No es una simple casualidad. Pese a que el ingreso de la mujer a las Armadas ha precedido muchas veces al de las fuerzas terrestres, éstas se han diferenciado al ocupar plazas laborales en los planteles terrestres en los que puede desempeñarse eficientemente con sus pares masculinos o en los que definitivamente, no tiene competidor varón. El buque, medio de combate natural de la fuerza naval, hasta años muy recientes, no fue abordado por tripulantes femeninos.

Las adaptaciones de una fuerza naval exigen cambios que afectan la estructura de las unidades a flote, los que a veces son simplemente irrealizables y que debieran hacerse sin menguar las capacidades bélicas del conjunto. Ya se han expuesto someramente las dificultades que debe abordar el equipo de ingenieros, arquitectos y constructores navales, para modificar un buque ya construido. El problema se simplifica en parte, cuando de diseñar un buque mixto se trata. Si no hay limitaciones en cuanto a los costos es posible lograr diseños apropiados, considerando que los porcentajes de mujeres de la dotación, serán constantes y probablemente en áreas específicas de desempeño. La Armada de los EE.UU. estima que modificar un portaaviones para recibir mujeres tiene un costo de US$ 4.000 por tripulante femenino, en tanto que en un submarino, dicha estimación sube a US$ 300.000.

Ya hemos visto que las dotaciones mixtas requieren de espacios de habitabilidad segregados, a la vez que las facilidades para las mujeres tienen requerimientos especiales en baños, lavandería, enfermería, etc. La experiencia indica también que la alimentación adecuada para el hombre sometido a esfuerzos físicos duros, no es apropiada para las mujeres, que tienden a subir rápidamente de peso, de modo que este aspecto también requiere de adaptaciones que en unidades menores, es muy difícil de satisfacer.

El problema, crítico en unidades de superficie, es prácticamente insoluble en los submarinos. En un sumergible es imposible crear espacios segregados para cada sexo, debido a que el hacinamiento es una norma de vida para el submarinista, hasta el punto que uno de los requisitos para ingresar y permanecer en el arma, es la capacidad sicológica para soportarlo por largos períodos.

Lo que viene a agravar el problema con el paso del tiempo, es la creciente reducción de tripulantes en las unidades de combate, fruto de la automatización de los procesos de detección, traqueo y destrucción de los blancos, de las comunicaciones y de toma de decisiones, así como de los referidos al control y la operación de las plantas propulsoras y auxiliares, etc. Con menos personal a bordo, los trabajos que requieren grandes esfuerzos físicos no se han terminado. Por el contrario, son los mismos de antes pero ahora con menos personal para desarrollarlos. Probablemente un acorazado de la segunda guerra mundial, con 1.600 tripulantes, no se hubiera resentido apreciablemente con un 10% de la dotación compuesto de mujeres. Una fragata de 2.000 toneladas, con 120 tripulantes cuyo complejo equipamiento requiere de un constante y duro esfuerzo de mantenimiento, que no era tan exigente en el acorazado, dispone cada vez de menos manos para las tareas pesadas, de modo que todo el escaso personal disponible debe “apegar a la tira”, según la expresión empleada en la jerga naval.

No cabe duda de que es posible reducir la cantidad de trabajos pesados a bordo, pero ello se logra a costa de sacrificar el costoso espacio disponible, aumentar desmedidamente el peso del buque (lo que reduce la velocidad de la nave y su radio de acción) además de recargar la agenda de mantenimiento. En los buques auxiliares, la cantidad de trabajos pesados es mayor que en las unidades de combate, acorde con las labores que realiza.

Se ha pretendido comparar a las unidades navales auxiliares con sus pares del mundo civil, sin considerar diferencias básicas entre ambas. La nave mercante, sea de transporte o un modesto remolcador, se concibe y opera bajo los criterios del costo de su operación, en el que tiene una fuerte incidencia el de la mano de obra. Esta razón lleva al armador a dotar al buque mercante del máximo de equipos automatizados, reduciendo o eliminando todo aquello que no sea absolutamente indispensable en el logro de sus metas comerciales. El mantenimiento que la tripulación ejecuta es mínimo, descansando fundamentalmente en el servicio que prestan los oferentes terrestres. El buque es programado minuciosamente en sus navegaciones, tanto para cumplir con sus compromisos con la clientela, como para efectuar el mantenimiento.

Poco de esto es válido en el caso de las unidades navales. Si bien es cierto que los planes de mantenimiento demandan una planificación en el empleo operativo del buque, muchas veces éste debe operar bajo condiciones de emergencia, no planificadas, por su condición de bien de servicio a la comunidad. El inminente naufragio de una nave, civil o militar, la comunidad aislada en los fiordos australes afectada por los rigores del clima; la evacuación de un poblador que requiere inmediata atención médica y tantas otras situaciones, quiebran el más afinado plan de permanencia en puerto.

La dotación por lo tanto, debe ser capaz de atender la mayor parte del mantenimiento con sus propios medios, sin perjuicio de que debe estar capacitada para prestar auxilio a otras naves. Es un buque auxiliar, pero también es un buque de guerra, lo que implica el desarrollo de otras actividades de tipo permanente desconocidas en una nave mercante, como el entrenamiento para cumplir su rol en la fuerza que se prepara para la guerra.

El trabajo de mantenimiento también tiende a ser más pesado en un buque auxiliar. En un petrolero, el mantenimiento de equipos como grúas, plumas, maniobras para la transferencia de combustible, demandante de grandes esfuerzos físicos, es crítico para el cumplimiento de los roles del buque en su servicio a las unidades de combate. En estos buques, el trabajo normal de reabastecer de combustible en la mar, es también una tarea que causa gran desgaste físico, realizada frecuentemente en condiciones climáticas difíciles, que absorbe a la mayor parte del personal que no se encuentra cubriendo puestos en la operación normal de la unidad. La estrecha relación entre la vida de a bordo y el trabajo pesado no da mucho espacio a las adaptaciones necesarias para recibir tripulantes femeninos.

En la Infantería de Marina, que en todas partes es una componente de las fuerzas navales, las condiciones de vida y de trabajo son una mezcla de las condiciones prevalecientes en las fuerzas terrestres y en las navales. El infante de marina combate en tierra, pero el desplazamiento a las áreas de operaciones se realiza navegando. También debe contar con las fuerzas navales, para el apoyo logístico. Todo esto implica que para que estas fuerzas se adapten a la presencia femenina, la fuerza naval debe hacerlo previamente, al menos en las unidades que se dediquen a las operaciones anfibias.

Se debe recordar que en alguna medida, las fuerzas anfibias son semejantes a las fuerzas especiales del Ejército. Estas operan huérfanas de apoyo terrestre cercano, se organizan con una cierta autonomía logística, etc., todo lo cual impone al combatiente anfibio, una capacidad física excepcional. La experiencia con fuerzas anfibias, que se enriqueció extraordinariamente durante la segunda guerra mundial, indica que sufrían un porcentaje mucho más elevado de bajas que las fuerzas terrestres, gran parte de ellas causadas por la incapacidad del soldado regular por alcanzar la playa, bajo el gran peso de su equipo y sometido al fuego de los defensores. No debe ser simple casualidad que a la fecha, no se tiene conocimiento de mujeres en las fuerzas de combate de la infantería de marina de ningún país.

Una adaptación indispensable, es la que debe sufrir la mentalidad del marino. Las experiencias que se conocen indican a las claras que tal adaptación no se ha producido casi en ninguna fuerza naval, por una razón nada despreciable: la tradición de siglos de vida marinera. Esta tradición supera fácilmente las barreras del idioma, de la cultura e incluso de antiguas enemistades. En muchas ocasiones es más fácil encontrar similitudes entre marinos de latitudes muy distantes, que entre marinos y militares de una misma bandera.

Casi universalmente el uniforme naval es azul, los grados jerárquicos poseen nombres y distintivos similares y son fácilmente asimilables para efectos protocolares. Las costumbres marineras no conocen fronteras, por el contrario, crean vínculos en la medida que ellas revelan una hermandad muy particular y que todos son unánimes en respetar y preservar. También pesa en todo esto el hecho de que los marinos, más que otros hombres de armas, se relacionan frecuente y estrechamente con sus pares extranjeros.

Los usos tradicionales también tienen importancia. Si durante mucho tiempo algo resultó exitoso, ¿por qué cambiarlo ahora? Cambiar una mentalidad tan apegada a formas y costumbres inmemoriales, es una tarea difícil y no se tiene ninguna certeza de que el cambio produzca efectos beneficiosos en la calidad de las fuerzas de mar, único argumento que debiera pesar al momento de decidir la puesta en práctica de cualquier modificación.

A partir del análisis de lo que es la vida de cámara a bordo, que ya se ha tocado previamente, podemos concluir que el servicio a flote es un campo laboral en el que no caben adaptaciones a las necesidades de los individuos, sino que, por el contrario, son ellos, ya sea hombres o mujeres, los que deben adaptarse. Adaptar las unidades navales para que puedan acoger a tripulantes femeninos, es, en términos de lo que significa la vida en el mar, un contrasentido.


3.- FUERZAS DEL AIRE

Las fuerzas aéreas requieren escasas adaptaciones, casi todas ellas en términos de infraestructura de habitabilidad y eventualmente de medios de sanidad específicos para las damas. No existen diferencias derivadas de la fisiología, entre un hombre y una mujer, para pilotear una aeronave, salvo los períodos de menstruación, embarazo y lactancia y, como en otro momento se ha señalado, cuando se debe atender una emergencia en un avión de alto rendimiento. No es lo mismo una emergencia hidráulica en un avión de combate F-16 volando a mach 2,1 (aproximadamente 2.124 Km./h), que una falla en un avión de transporte militar volando a 740 Km./h o a la de un avión deportivo a 170 Km./h.

Un factor importante en la adaptación, lo constituye la falta de una larga tradición “aérea”. Muchas de las fuerzas aéreas del mundo, nunca se han visto envueltas en acciones bélicas reales y ninguna puede ostentar una existencia de un siglo. La Armada de Chile había conquistado sus mayores glorias más de 50 años antes de que se creara nuestra Fuerza Aérea. Es sabido que las tradiciones militares tienen sus principales fuentes, en la experiencia bélica. La denominación de las unidades, por ejemplo, en la Armada y en el Ejército, evocan a héroes o acciones de guerra y sobrarían nombres para ello. Los nombres de las unidades aéreas, surgen de fuentes distintas: animales de carácter simbólico, la toponimia local, etc. y cuando se recurre a nombres propios, se trata de rememorar a figuras cuyos méritos son de tipo fundacional o que podrían ser, indistintamente, militares o civiles.

La Escuela Naval lleva el nombre de su alumno más brillante, el mayor héroe nacional. La Escuela de Aviación en cambio, ostenta el nombre de su fundador. Mientras hablamos de una tradición militar o naval que se ha forjado en el ámbito castrense, la tradición aérea en Chile no logra aun despegarse del mundo de la aviación civil. Los logros de los que nuestra Fuerza Aérea puede legítimamente enorgullecerse, son resultados que pudieron alcanzarse también por civiles, lo que no les resta méritos, pero que muy dificultosamente podrían calificarse de hazañas propiamente militares.

La Fuerza Aérea Argentina, que cumplió un honroso papel en la reciente guerra por las islas Falklands, gracias a esta experiencia, ha logrado laureles en el terreno militar, en torno a los cuales ahora puede desarrollar una tradición aérea propiamente castrense que antes no tuvo.

Si la tradición pesa al momento de imponer cambios, la falta de ella favorece los mismos en muchos ámbitos. Entre ellos, la presencia de mujeres en sus filas. Esta situación, debería permitir que la adaptación de las fuerzas aéreas a la incorporación femenina, sea la más sencilla de implementar. Siempre quedará presente, sin embargo, la cuestión de si las adaptaciones contribuyen o no a una mejor gestión del recurso aéreo militar.

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